Apéndice del clasicismo

Il tempo si e fermato
Hay muchas comedias que juegan con sacar de contexto histórico a los personajes, trayéndolos al presente desde el pasado remoto o bien llevándolos al pasado desde el presente; es tan común que podría constituirse como estructura establecida. Fedora no es una comedia, aunque su problema como película es similar: no sólo está fuera de su tiempo, si no que además, a nivel general, su lamento melancólico suena a cualquier tiempo pasado fue mejor y algunos no estamos de acuerdo; estamos en el año de El cazador, Días del cielo o El matrimonio de Maria Braun.

Pero estamos hablando de una película de Billy Wilder, su impronta es indiscutible y hay un par de detalles que separan Fedora del típico encantador homenaje manido. Primero, algunos temas están actualizados, y, aunque no se dejan de tratar con sumo tacto, Wilder habla (y bromea) sobre temas como la homosexualidad, el sexo o la drogadicción, incluso hay algún desnudo; signo de los tiempos. El segundo aspecto es menos accesorio, más definitorio: el director polaco inyecta bajo la suntuosidad de las imágenes un frío trasfondo, recuerda que no todo fue miel y rosas, bañando de un regusto amargo los suntuosos decorados, los grandes sentimientos y el misticismo del cine clásico. Al final uno tiene que admirar, a pesar de estar fuera de su tiempo, la barroca amargura que imprime a la película. Resulta curioso contrastar la suerte de Billy Wilder con la de Akira Kurosawa, porque de su antagonismo puede aflorar algún apunte interesante. La recta final de la carrera de Billy Wilder recoge películas de desigual suerte, algunas tan reconocidas como el remake de Luna nueva, otras más olvidadas como esta Fedora, sin embargo todas estructuradas desde los patrones más sobados del cine clásico, no se adaptan a los nuevos tiempos, se agarran a unos valores y estética añeja, no sé si mejor o peor pero desde luego fuera de lugar. Y ahí seguía sacralizado, tanto por los nuevos cineastas (a los que alude sarcásticamente en algún que otro diálogo) como por la crítica y la sociedad. Por su parte, Akira Kurosawa, olvidado por la sociedad, rechazado por la industria, buscando financiación por las esquinas y medio ciego redirigió hacia patrones innovadores su obra en los últimos años.

Fedora es un estudio sobre la decrepitud de una estrella de cine, desarrollándose en paralelo a la lenta agonía del cine clásico. El crepúsculo de los dioses resuena en la pupila con insistencia, Wilder recicla idea (y parte de la estructura) y eso le resta mucho valor a la propuesta de esta película que, dejando de lado anacronismos, tiene evidentes posibilidades temáticas y una construcción muy consistente y oficiosa. En cualquier caso, siempre se pueden encontrar aspectos temáticos interesantes aquí y allá a lo largo de la trama. Parece que en Fedora lo realmente interesante se encuentra a nivel estructural, la historia está organizada de manera muy inteligente y estimulante; pero es inevitable la sospecha si la comparamos con la estructura de La condesa descalza de Mankiewicz (más que con El crepúsculo de los dioses): en ambas películas la muerte de la protagonista da lugar a distintas interpretaciones por boca de los personajes en su entierro, diversos flashbacks de los que la conocieron rememorando su vida.

Fedora es, a fin de cuentas, un cuento gótico en el que las constantes de distintos géneros entran en juego y se difuminan con suma facilidad. Si empieza pareciendo un drama de altos sentimientos, poco después descubriremos las claves del thriller integradas en la trama, con unas gotas de terror por aquí y otras de sarcasmo por allá. Hacia la hora se deshace el misterio, y se explica el drama humano, se desnuda la película de épica y oscurantismo, sacando por fin la realidad a flote. El giro de 180 grados que sufre la historia a estas alturas es sólo relativamente inesperado, y a mí me sirve como ejemplo de porqué esta película crepuscular pertenece a otro tiempo. Puede que la entrada de nuevos cineastas y la reescritura de los géneros que se dio en el Hollywood de los 60 se produjera principalmente por la desintegración de la estructura de exhibición de las majors, pero no se puede negar que el lenguaje clásico necesitaba una renovación por entonces, que estaba saturado y que sus estructuras ya no se adaptaban a las exigencias de una nueva sociedad. El ojo entrenado en el cine clásico intuirá el truco de la trama en la primera parte de la película, no parece una solución a la intriga tan sorprendente como quiere prometer Wilder, precisamente porque el público había estado viendo durante alrededor de veinte años resoluciones similares.

Fedora es contundente, sí, está muy bien cohesionada y ofrece una historia magnética, está bañada de diálogos interesantes y situaciones atractivas, remite a obras como Anna Karenina para reivindicar el lenguaje clásico, tanto la música de Miklós Rózsa como la fotografía de Gerry Fisher son excelentes y Wilder, después de 24 películas, no puede hacerlo mal. Pero el emocionado homenaje al cine clásico falla de base, en mi opinión no es una película válida desde sus cimientos; hay un desnivel entre su opositado a gran relato y sus posibilidades reales. Si Fedora es un homenaje al cine clásico, yo me quedo con la escena en la que Henry Fonda entrega un Oscar honorífico a la protagonista, por su sencillez, por el simple pero emocionante homenaje que Wilder brinda al actor, porque su simple aparición en pantalla significa mucho mejor la melancolía como sentimiento protagonista que toda la película entera.

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Nos habíamos amado tanto

nos habiamos amado tanto
Un mes antes del estreno de Una mujer y tres hombres murió Vittorio de Sica, en la película aparece gracias a unas socorridas imágenes de archivo en las que cuenta cómo hizo llorar al niño de Ladrón de bicicletas al final de la película. Le puso colillas en los bolsillos y lo acuso de haberlas robado; tras tan tierna anécdota se vislumbra un acercamiento de dos mundos paralelos que no se unen en el infinito, el de la ficción cinematográfica y el de la realidad efectiva, un mundo de las ideas y un mundo de las cosas. La conflictiva entre lo ideal y lo material es uno de los motores que empuja Una mujer y tres hombres a través de 30 años de la vida de cuatro convencidos izquierdistas.

Nicola, Gianni y Antonio lucharon juntos contra la entrada de los nazis en Alemania, al final de la guerra cada uno volvió a su ciudad, pero a los cinco años coinciden de nuevo en Roma y los tres se enamoran de la misma mujer. La relación entre ellos se deteriora y cada uno tomará su camino a partir de entonces. En ésta primera parte se hace uso del blanco y negro, respetando las posibilidades cinematográficas que había en la Italia que se está representando; más tarde se usará el color para los 60 y 70, por entonces el cine italiano ya había adoptado el color en sus películas. Y es que Una mujer y tres hombres, además de hablarnos del amargo devenir una generación, es un encendido homenaje a la historia del cine italiano. En esta primera parte en blanco y negro conocemos a los personajes y el motivo de su separación.

Nicola es un amante del cine a través del cual florecerá la reivindicación que Ettore Scola hace de la cinematografía italiana. Tiene una divertida escena en la que se enfrenta en un cineclub a los fascistas de su universidad tras ver Ladrón de bicicletas; los fascistas dicen que es mejor lavar los trapos sucios en casa, y no mandarlos alrededor de todo el mundo a través de las películas. Este argumento está anclado directamente a la realidad, es el mismo argumento que usó el gobierno italiano para intentar impedir que se difundiera el neorrealismo, aunque sin éxito. Nicola está interpretado por el más desconocido Stefano Satta Flores, su ferviente amor por el cine nos deja en esta primera parte otro momento memorable cuando recrea en las escaleras de la Piazza di Spagna la escena de las escaleras de Odessa de El acorazado Potemkin. Es muy radical, abandona a su mujer e hijo por ser incapaz de renunciar a su ideología de izquierdas. Su suerte en la vida será desigual por ser incapaz de ceder ante los demás, es una de las antípodas que presenta Scola.

La otra antípoda la representa Gianni, interpretado por Vittorio Gassman, un idealista que se pliega al gran poder casándose con la hija de un magnate de la construcción. Como no podía ser de otra manera, es infeliz, se contagia de las ansias de poder de su suegro y termina renunciando a todo. Esta familia está presentada por Scola con un puntito de corrosiva comedia, son incapaces de encontrarse en la casa porque es demasiado grande y siempre están pegándose gritos para encontrarse unos a otros, son gordos y obscenos. Mientras que Gianni se va convirtiendo a la vulgaridad de lo que le rodea, su mujer, que en principio encontraba complicado leer Los tres mosqueteros de Dumas (otro momento muy divertido) encuentra la inspiración en existencialistas como el Antonioni de El eclipse. La mujer hace suya la frustración de Monica Vitti, pues su situación de aislamiento es la misma. Resulta curioso que a las imágenes de la película, Scola le añada el sonido del viento, uno de los símbolos recurrentes en la película de Antonioni. El suegro de Gianni es la representación del más descarado fascismo, un enorme y desagradable gordo que tiene un busto de Mussolini en su despacho. Otro de los puntos de irónica comedia es cuando, con el paso de los años, el suegro termina siendo transportado en una cabina llevada por una grúa de la construcción.

Antonio es el tercero de los amigos, un humilde enfermero sin demasiadas aspiraciones. Es el que primero se enamoró de Luciana, y el que se la sigue encontrando a través de los años. En una escena antológica llega con su ambulancia al lugar de un rodaje, es La Dolce Vita y por allí aparecen los auténticos Marcello Mastroianni y Federico Fellini. Encuentra en la Fontana di Trevi a Luciana, y más tarde volverla a encontrarla; al final consigue casarse con ella, aunque no sabemos hasta qué punto es un matrimonio feliz, parece que a ella le quedaban pocas alternativas como madre soltera.

Al final los tres amigos se terminan encontrando en una escena llena de amargura en la que rememoran lo pasado, y miran con amargura el presente, sabiendo que no es ese el futuro que esperaban cuando eran jóvenes. Una mujer y tres hombres es una película sobre la decadencia de una generación llena de felices promesas, sobre las oportunidades perdidas con los años, sobre haber desperdiciado la vida. Y al mismo tiempo es una humilde reivindicación de la historia del cine italiano cargada de ternura. En Una mujer y tres hombres hay algunos aciertos de Scola que son clave para que la película simplemente encaje: el toque de tragicomedia tan propio de los italianos, tan dulce pero tan amarga al mismo tiempo y una estructura realmente compleja pero muy bien engarzada y solventada para que se desgrane ante los ojos del espectador sin complicación aparente. La dirección de Ettore Scola es muy inteligente, hace fluida una película que podría haber sido inabarcable. La puesta en escena es bastante original, aprovecha de manera inteligente los recursos de los que dispone, como en el momento en la que Nicola escribe una carta a su mujer y esta aparece en el plano gracias a un cambio de iluminación que hace la función que en el cine clásico desempeña el plano encadenado. Se nota en Scola que tiene la lección aprendida, que se conoce bien la historia del cine italiano y aprovecha los recursos que ésta le brinda. Una mujer y tres hombres cabalga siempre al filo del dramatismo banal, por suerte sólo se pasa al otro lado en un par de ocasiones: cuando Luciana aparece en las fotos de carnet llorando, o cuando se muestra la ruptura de Gianni y Luciana en el momento dramáticamente oportuno. La música, por otro lado, está demasiado imbuida de la moda de las bandas sonoras italianas de los 70, hoy puede resultar algo anticuada. Por el lamentable título en español no se puede culpar a nadie en particular. Por lo demás, Una mujer y tres hombres es una película excelente.

Scola sabe cómo combinar drama y comedia para crear una sensación de melancolía constante. A eso se le añade una capacidad que comparte con tantos directores italianos (Pasolini, Fellini y De Sica, por ejemplo), la de crear imágenes emblemáticas, iconos de la historia del cine. Sin el lado amable, Una mujer y tres hombres sería una película demasiado dolorosa, puede ser duro ver esta película a los 50 años, obliga a capitular y a preguntarnos si estamos contentos con el modo en que ocurrieron las cosas en nuestra vida.


Si a Marlowe le vale, a mí también

thelonggoodbye
Elliott Gould lo tenía difícil, encarnaba un personaje muchas veces representado en la pantalla grande por actores como el archiconocido Humphrey Bogart, el no menos clásico Robert Mitchum, James Caan o Robert Montgomery en la anecdótica La dama del lago. Por suerte, el actor se adapta bien al enfoque actualizado que le propone el siempre inquieto Robert Altman en El largo adiós y entre los dos dibujan un Philip Marlowe distinto a los anteriores.

Este Marlowe tiende al patetismo, es endeble, gracioso, dinámico y, norma de la casa, tiene sus frases ingeniosas siempre listas; es un antihéroe. Crean un personaje divertido y con una fisonomía muy peculiar, un tipo cualquiera despojado de su aura mítica. Gould engancha, pero el que está inmenso es Sterling Hayden en uno de esos personajes que sólo puede hacer un actor mítico; es un gigantón literato que oscila entre la brutalidad desmedida y una actitud infantil acongojante, un personaje desequilibrado dibujado con mano maestra. Hayden clava un papel de contrastes muy marcados, cuando empieza a recordarnos mucho al Quinlan del Orson Welles de Sed de mal, su personaje se desinfla como un globo y muestra su reverso débil. Sólo por este papel secundario, merece la pena ver El largo adiós. Por otra parte, y a modo de anécdota, merece la pena recordar la aparición muy secundaria de Arnold Schwarzenegger enseñando palmito.

Dentro del género detectivesco afincado en la gran pantalla hay una serie de películas que casi podrían conformar un subgénero, aquellas en las que el argumento está muy difuminado, en las que lo que hace mover hacia delante la película es intranscendente y, sobre todo, ininteligible. Películas como El sueño eterno de Hawks o La noche se mueve de Penn formarían filas con este largo adiós. En esta película, el argumento se desdibuja y, durante largos minutos, queda en un segundo plano; Altman pasa a atender otros aspectos como el personaje de Hayden o el lado cómico de la película. Es una película dispersa, aunque no en la acepción peyorativa, los distintos caminos que transita están bien engarzados y el interés no decae un solo momento, las situaciones se suceden como por casualidad, reforzando la imagen de desastre de este Philip Marlowe. Hay que admitir, por otra parte, que lo relatado no pasa de entretenido, que El largo adiós carece de cualquier tipo de profundidad discursiva, lo más radical se encuentra en el traje que le confecciona Altman a su criatura.

La dirección es realmente peculiar; aunque los resultados no difieran en exceso del canon habitual hollywoodiense, Altman pertenece a la generación que reescribió tanto las claves temáticas de los géneros como algunas de las reglas de la dirección y eso se transluce. En El largo adiós se lleva al límite un modelo de cine que comenzara con M.A.S.H, al uso del zoom característico del director se le suma una movilidad de la cámara muy acentuada; creo que no hay en toda la película un plano realmente fijo, sin exagerar, todos están en un sutil movimiento como de steadycam. Normalmente cuando se elige un modelo de dirección tan móvil, hay planos mucho más largos y elaborados, pero en El largo adiós, la sucesión de los planos es la habitual. El trabajo detrás de este rodaje debió de ser inmenso pues el movimiento de la cámara es constante, amén de muy elegante, en modo alguno tosco. Hay que plantearse la utilidad de tanto movimiento, aunque así a primeras poner todos los planos a moverse es tan válido como no poner ninguno, pues lo que se usaría como recurso expresivo en otra película, en El largo adiós se convierte en la base y pierde cualquier significación que pudiera tener.

El largo adiós puede crear rechazo ya de entrada, habrá quién no acepte la actualización del personaje a los tiempos que corrían cuando se hizo la película, pero si el espectador es capaz de aceptar las novedades, se encontrará una película muy divertida y bien hecha, que no es poco, con una música de John Williams que se sale del tópico y está trenzada de forma inteligente, especialmente en la primera secuencia. Con El largo adiós no se buscaba trascender, pero si a Altman le valía, it’s okay with me.


Lluvia de estrellas

La noche de sanlorenzo La noche de San Lorenzo parte con la ventaja de observar la ocupación alemana de Italia con la perspectiva suficiente para analizar certeramente el conflicto, sin caer en maniqueísmos. Además, los hermanos Taviani aportan su toque personal, el punto de partida de la historia es un buen vehículo para dotar la película de un puntito onírico-surrealista emparentado al universo de Fellini.

En esta ocasión, el toque surrealista del que hablamos se introduce a través de la narración de una mujer que cuenta su experiencia durante la ocupación, cuando ella era niña. Lo irreal proviene, por tanto, de la mente de la niña, y tiene la función de suavizar el trágico fondo de la historia. Se mezcla el drama con lo épico y se sazona con dos cucharaditas de comedia, el resultado es un mejunje algo deslabazado y divagante con algunos destellos de genialidad. A veces da la sensación de que la ambición de los hermanos Taviani ha rebasado las posibilidades que ofrecía el planteamiento (o su capacidad como directores), todo está pensado a lo grande: configuración coral del protagonismo, reminiscencias a demasiados géneros y referencias estéticas de lo más dispares.

Pero seamos positivos, hay ciertos momentos que bien justifican el sentarse a ver La noche de San Lorenzo. Algunas escenas tienen una composición bastante pictórica, recuerdo especialmente esa en la que los habitantes del pueblo se dividen entre los que van a la iglesia como ordenan los nazis y los que deciden irse al campo a buscar su propia suerte en la noche. Tanto los directores como el fotógrafo se lucen en esa escena, representan en un solo plano (que bien podría ser un cuadro) la división del pueblo italiano. Por su parte, el punto culminante de la película también está filmado con mano firme; durante la batalla, la cámara vaga por los campos de trigo siguiendo a los distintos personajes del pueblo luchando contra los fascistas. Esta escena arroja una idea muy propia de la Guerra Civil, la de los hermanos matándose por motivos ideológicos, no es demasiado original, pero hasta ahora no la había visto en otro contexto que no fuera el de la España dividida. La representación del fascismo corre a cargo de unos despiadados padre e hijo que van por los campos buscando a los prófugos. Ellos mismos acaban asesinados en manos de uno de los protagonistas, que había visto cómo mataban a su mujer embarazada. Esta escena borra un poco la línea que separa el bien del mal. La muerte de los fascistas no es celebrada como una victoria, si no como una venganza que deja un sabor amargo.

A expensas de todas esas referencias estéticas dispares, la dirección de los Taviani en el plano técnico resulta bastante convencional, quizá excesivamente anclada en la estética de los 80, abusan de la cortinilla y el zoom. La dirección de fotografía es más naturalista que poética, aunque de vez en cuando ofrezca alguna metáfora visual bastante conseguida. La dirección de actores me parece errada en la mayoría de las ocasiones, sólo me gustaron las actuaciones de la niña protagonista y de la mujer embarazada. Reconozco que lo de Omero Antonutti es una fobia personal, pero me parece que hay otros actores que ni debidamente caracterizados pasan por personajes de la película. Otro tema es que muchas de las historias sean una pincelada inconclusa dentro del fresco que es La noche de San Lorenzo. En general, una película fallida.

Witnessthecraziessuperfly

Único testigo es de esas películas que uno se cruza por la deficiente programación de la televisión y se queda enganchado. La mezcla de cine policíaco con drama étnico no está demasiado conseguida y no se consiguen borrar las fronteras de uno y otro para conseguir una película compacta, pero Único testigo tiene otras bondades. La fotografía es realmente espectacular, junto a la música de Maurice Jarre crean un cosmos muy especial, y los actores están bien elegidos. Durante el segundo acto la película decáe bastante, conserva el poco interés que brinda la superficial confrontación entre los hábitos culturales del personaje de Harrison Ford y los de los amish.

Por su parte, The Crazies, el remake de Breck Eisner sobre la película de Romero, es un buen divertimento. No pidamos una disección profunda sobre la conflictiva militar que, dicen, acometía la original, aquí el motivo importa poco. Lo importante es la huída de los protagonistas a través de los campos minados de pseudo zombies y las situaciones que se generan. Hay un atisbo de originalidad en el desarrollo de las escenas; es cierto que nunca nos salimos del género de terror más manido, pero Eisner maneja bastante bien la intensidad del guión. Otra película más sobre el mismo tema, sí, pero por lo menos no da vergüenza ajena y es entretenida, aunque se tome demasiado en serio a sí misma.

Vista hoy, Super Fly puede parecer un gag de José Mota. Sin embargo, es una película interesante para conocer el contexto de la América negra de los 70 o, al menos, los gustos del público negro de esos años. La realización es bastante cutre, y el guión muy mediocre, aunque ofrece lo que el público quería, lo único realmente remarcable es la banda sonora de Curtis Mayfield, una obra maestra del funk.


Gritos y susurros

Gritos y susurros Un tema delicado cuando el susurro desgarra más tejido en el alma que el grito. Ingmar Bergman se inspira muy libremente en el relato Las tres hermanas de Anton Chejov para hacer una de las disecciones psicológicas más profundas que he visto en el cine. El director sueco se sirve del flashback, de una dirección áspera y de la voz en off, entre otras herramientas, para indagar en el alma de tres hermanas y una criada que viven sumidas en una desesperación muda; cada una alberga un motivo de angustia distinto y el techo que las cobija temporalmente, la casa de los padres, despierta las viejas heridas cicatrizadas.

Agnes se está muriendo, Maria y Karin han vuelto para hacerle más liviano el sufrimiento a su hermana. En un primer plano de dos minutos de duración vemos a Agnes despertarse y sentir el dolor que le produce el cáncer de matriz, escribe en su diario lo bien que se portan sus hermanas con ella. Una rosa blanca desencadena su recuerdo, nos vamos con un fundido a rojo a su niñez. Recuerda a su madre, cómo la espiaba mientras ella paseaba con aire ausente por el jardín de la casa. Agnes recuerda el amor que sentía por su madre y cómo ésta siempre lo gastaba con su hermana Maria, y el espectador vislumbra lo que el epílogo nos confirmará: las carencias emocionales impidieron que Agnes dejara atrás la infancia, y el vacío que su madre dejó vino a ser ocupado por Anna, la criada.

La visita del médico, un rayo de luz trémulo para Agnes, la despierta, pero su pronóstico no es favorable. A la salida de la casa, Maria y David se encuentran en la penumbra. Se besan, pero él la rechaza, y así comienza el recuerdo de Maria sobre lo que pasó entre las paredes rojas de esa casa. David, tras reconocer a la hija de Anna, se queda a cenar. En la sobremesa, él examina el rostro de Maria a la luz de una vela, elemento importante que simboliza la razón en diferentes momentos de la película. Tras el duro análisis de las facciones de la hermana menor (que Haneke tomaría como referencia para cierta escena de La cinta blanca), David apaga la vela apagando, a su vez, la razón y adentrándose junto a Maria en la pasión de la noche. Maria es una mujer insatisfecha, y busca en el médico lo que su marido no consigue aportarle. En el siguiente plano aparece el marido, que, intuyendo lo ocurrido la noche anterior, mira a su mujer e hija con evidente frustración. Se levanta de su asiento, acaricia la mejilla de ambas y se va al despacho. Maria, movida por los remordimientos, va a la habitación donde está Joakin. Se ha clavado un cuchillo en la barriga, pero es cobarde y pide la ayuda de Maria. Ella, horrorizada, se la niega. Liv Ullman está fantástica en el papel de hermana caprichosa e infantil, la guinda del pastel la pondrá en esa última escena en la que traiciona la confianza de Karin, la hermana mayor de las tres.

Agnes, tras unos momentos de dolor extremo, muere. El cura llora la pérdida y se va, la crisis de fe, otro de los temas de la película. Ésto desencadena el recuerdo de Karin. Están ella y su marido cenando, él hace gestos de desdén, la trata con la mayor frialdad posible mientras come. Ella rompe sin querer la copa de vino, él la mira con reproche y sigue comiendo. Karin sufre por el aislamiento y la incomunicación de la que es víctima y culpable; poco más tarde pega a Anna por mirarla cuando le había pedido que no lo hiciera. Coge uno de los cristales de la copa rota y éste atraviesa el camisón para cortar su piel entre las piernas. Va a la cama donde está su marido, abre las piernas y le enseña la sangre que mana de la herida con una sonrisa en la boca. El masoquismo no parece una buena forma para escapar del dolor emocional, pero a Karin le vale. Termina el recuerdo.

Tras la muerte de Agnes, Maria y Karin consiguen romper la barrera comunicacional que las separa y hablan como hermanas por primera vez en muchos años. Se confiesan sus penas y dolores en una escena brillantemente resuelta por Bergman, en la que sustituye el diálogo por la música de Bach. Anna es la criada de la casa, pero en el sueño que tiene queda patente que su papel en la casa, cuando las otras dos hermanas no estaban, era muy importante para Agnes. En el sueño, Anna, resucitada, llama una a una a las hermanas, pero éstas huyen aterrorizadas. Sólo Anna consigue calmar a Agnes en una imagen que recuerda mucho a una piedad (precisamente la imagen del cartel de la película) y que demuestra que la criada no sólo representaba un papel maternal, si no también sexual en la vida de la mujer. Es una secuencia con tintes de terror, en la que los planos cerrados por los que opta Bergman durante los 90 minutos cobran un nuevo sentido.

En la última escena, la cercanía entre las hermanas se vuelve a romper y la relación se vuelve a hacer añicos dejando en la intemperie emocional a Karin y descubriendo una vez más lo glacial del carácter de Maria. A modo de epílogo, se recuerda un momento de felicidad plena para Agnes a través de su diario. Las tres hermanas sentadas en un balancín hablando de cosas sin importancia en el jardín de la casa roja es el último rayo de luz que nos deja Gritos y susurros para el recuerdo, ejerciendo de contrapunto a las sutiles relaciones hipócritas y traicioneras que dominan la película. El análisis de la situación de Agnes, a las puertas de su muerte, resulta mucho más simple y optimista que el de sus hermanas, sólo ve la fina superficie que recubre un mar de frustraciones en los otros tres personajes de la película.

Ingmar Bergman utiliza elementos muy propios de la época en la que está rodada la película, y el resultado es una dirección árida e incómoda en la que los planos expresivos se convierten en eje central. Hay una gran cantidad de primeros planos, Bergman los sostiene durante largo rato, pero el mérito real es de las actrices, que consiguen reflejar el traqueteo del alma a través de sus duras facciones. También hay mucho zoom y algunos travellings, por lo demás, la dirección es elegante y contundente. La fotografía es otro elemento que tiene un papel fundamental en Gritos y susurros; el uso predominante del rojo en la dirección de Sven Nykvist simboliza para Bergman la agonía, el sufrimiento extremo, la sangre. La iluminación es sencillamente espectacular, como siempre que anda este director de fotografía cerca, y refleja tan bien como los demás elementos los temas centrales que obsesionan al director sueco. El paso del tiempo, la muerte, la soledad y la incomunicación se ven en cada plano vacío, en el péndulo de cada reloj y en cada sufrido primer plano. Gritos y susurros confirma una vez más a Nykvist como uno de los mejores directores de fotografía de la historia, ya no sólo porque fotografía como nadie, si no también porque comprende con extrema fidelidad la intención del director y la pone en práctica con ideas del todo brillantes.

No se me ocurre un nombre mejor que Gritos y susurros para ésta película; es sencillamente eso. Los problemas existenciales que planteaba Ingmar Bergman en películas como Fresas salvajes, Persona o La hora del lobo nunca fueron tan opresivos y dolorosos, a pesar de que esas películas tengan mayores aciertos en otro tipo de elementos. Hacía tiempo que no veía una película tan estimulante; habrá que elegir con cuidado la próxima película que ver del director, puede que sea El rostro, que es la que tengo por aquí.


Allen y Lee

El dormilón
Al leer el argumento de El dormilón en el libro Conversaciones con Woody Allen me sorprendí un poco, se parecía sospechosamente a Despierta. Viendo la película he despejado las dudas y me he reído, aunque es una de las películas más tontas que he visto del director neoyorkino, si le pedimos permiso, claro está, a La maldición del escorpión de Jade.

Miles Monroe despierta en el 2174 tras haber estado congelado 200 años; en el futuro el gobierno controla cada paso de los ciudadanos, y Miles se las tendrá que arreglar para llegar a un grupo de rebeldes que vive en el campo. Este argumento es un buen vehículo para tratar los problemas de la modernidad y la tecnología, recuerda en ese sentido a Mi tío de Jacques Tati. Aunque a día de hoy esta visión del futuro que Allen se imaginaba en los 70 queda entre cutre y anticuada (llama la atención que el diseñador de vestuario de El dormilón sea el mismo que le puso pezones al traje de Batman, o sea, Joel Schumacher), mientras que la de Tati sigue, en líneas generales, tan vigente como en 1958. El universo creado por Allen se mueve entre el tópico de lo ultramecanizado y la referencia a otras películas, tanto de ciencia ficción (2001: Una odisea del espacio) como de la comedia más clásica. Sólo Woody Allen, que se define a sí mismo fuera de modas, podía hacer un slapstick en 1973. Con pocos directores habrían funcionado tan bien ese tipo de persecuciones, esos gags basados en la fisicidad de los personajes. Es lo mejor que tiene El dormilón, el simpático homenaje al slapstick.

La dirección de Woody es algo mecánica, algo torpe en ciertos momentos. Introduce planos que no encajan bien, no son fluidos. Ya en su siguiente película, La última noche de Boris Grushenko, la dirección sería más experimentada y no caería en los fallos tontos de montaje en los que cae ésta. Aunque a decir verdad, no recuerdo bien si en Toma el dinero y corre, por ejemplo, había torpezas como las que se ven en El dormilón. Puede que sea algo puntual. En varias ocasiones los gags parecen estar por encima de los personajes y las situaciones, aunque no dejan de ser divertidos; una comedia de Woody Allen siempre tiene algunos momentos de desternille.

Taking Woodstock
¿Destino: Woodstock es una comedia? Leí a Ang Lee decir en una entrevista que había hecho una comedia porque estaba harto de tomarse las cosas tan en serio. Pues bien… No sé como decirlo… Ang Lee no debería vender una película como comedia si lo que nos vamos a encontrar es ésto. Puedo contar con los dedos de una mano las veces que en 120 minutos de película Ang Lee me ha hecho sonreir. Si con comedia, se viene a referir a las películas que tienen un final feliz y optimista, entonces Destino: Woodstock lo es.

Imagino que la idea de la película surgiría de hacer una recreación del origen del festival de música, y que poco a poco Ang Lee iría encariñándose con el protagonista hasta olvidar el marco en el que se produce su crecimiento como persona. Elliot Tiber es el alter ego fílmico de Sam Yusgur, y la película nos habla de cómo el festival lo libera de la férrea opresión que ejercen la sociedad en general y su madre en particular. En ese sentido, Ang Lee acierta de pleno: consigue proyectar en un personaje clave la liberación que trajo consigo el movimiento hippie. Elliot consume drogas (que, por cierto, se tratan con mucha benevolencia) y se libera sexualmente gracias al clima distendido que se respira en Woodstock. Al final nos damos cuenta de que Ang Lee no intenta tanto recrear el momento concreto con fidelidad, si no más bien reavivar un poco el espíritu que trajo consigo todo el movimiento hippie.

Aunque el final arroje un rayo de optimismo, Destino: Woodstock es, en líneas generales, una película bastante agridulce. La frustración de los personajes viene de su modo de vida, durante la primera hora y media la película tiene un poso amargo causado por la frustración y el hastío. Por eso no me parece que Ang Lee haya hecho una película muy alegre, más aún teniendo en cuenta que pocos años (o meses) después, todo el movimiento hippie que parece ser la salvación de Elliot caería en el olvido. Aunque eso es ya una apreciación extracinematográfica.

Las ideas que quería transmitir Ang Lee traspasan con efectividad la pantalla para llegar al espectador, sin embargo Destino: Woodstock no es una gran película. Aqueja de un segundo acto insulso y excesivamente largo, y eso arruina la película en gran medida. Si por lo menos el director tuviera alguna dote para la comedia y consiguiera diálogos o situaciones graciosos, la película remontaría un poco el vuelo; pero es que tras un arranque prometedor, la película se desinfla, hasta que al final nos percatamos del camino que ha recorrido Elliot desde que consiguió el permiso para el concierto en White Lake hasta que se liberó emocionalmente de la sociedad que le oprimía. La película también tiene algún pequeño fallo de guión pasa bastante desapercibido, es el menor de sus males. Dicho ésto, los actores están bastante bien, aunque alguno hay que parece fuera del contexto de los 60, como el dueño de la granja donde se hace el festival. En cuanto a la música, un pilar que creía fundamental para la película… No se ve a ningún grupo tocar, pero sí que suenan, aunque sea por poco tiempo, muchos de los grupos que actuaron, como Grateful Dead, Janis Joplin o Canned Heat. De todas formas, mientras veía la película no tenía la percepción de estar escuchando grandes canciones del momento; me he percatado de que salían mirando la banda sonora publicada por Rhino Records.

Destino: Woodstock es una película tristemente desaprovechada, Ang Lee le da un trato equivocado desde el principio y una duración excesiva. Sus propósitos eran interesantes pero no están bien ejecutados. Por otro lado, sorprende la obsesión del director chino por lo americano. Bajo La tormenta de hielo, Hulk, Brokeback Mountain y Taking Woodstock subyace la obsesión de explicar (o desmontar) algún aspecto de lo propiamente norteamericano.


El cielo y el infierno según Malick.

Hablar de las imágenes se convierte en una tarea mastodóntica cuando nos referimos a Terrence Malick. Gilbert Durand lo avisó, es imposible acercarse al significado pleno de las imágenes a través de las palabras: sólo la propia imagen explica a la imagen. O cómo dice el refrán: una imagen vale más que mil palabras. Pero bueno, haciendo caso omiso del antropólogo y la sabiduría popular, vamos a intentar hablar de la segunda película del inefable Terrence Malick.

Días del cielo es una historia alrededor de las mentiras sobre las que se construye la felicidad y sobre cómo se desmorona todo. Los protagonistas pasan de vivir en el infierno de las ciudades industrializadas, al cielo de los campos de trigo, donde los problemas parecen desaparecer. Sin embargo, lejos de desaparecer, los campos crean el conflicto cuando el terrateniente de la finca se enamora de Abby y ella acepta casarse para recibir su herencia, ya que está a punto de morir. Días del cielo es, también, un alegato contra el maniqueismo cuando nos enseña  cómo las buenas personas toman una y otra vez decisiones equivocadas que los conducirán irreversiblemente a la tragedia. Bill y Abby se equivocan constantemente y aunque intentan rectificar, el edificio está torcido desde la base y no se puede mantener en pie. En relación con el carácter narrativo de la película, es evidente que está desplazado en favor de la contemplación, de la recreación de ambientes y la fijación por la naturaleza al menos durante la primera hora, a partir de entonces todo empieza a acelerarse y los acontecimientos transcurren con mayor rapidez hasta el incendio.

Los anclados al modelo de representación institucional dicen que la película está desequilibrada, que la tendencia a la contemplación de Malick hace que la película flojee en el aspecto narrativo. Pues sí, el argumento está desdibujado y se pospone en favor de la observación, en favor de recrear una época extinta en la que la relación con la naturaleza era la forma más simple y efectiva de ser feliz, pero no es un error en tanto que es completamente premeditado. O entras en el juego o no entras, pero no se puede tratar de error un presupuesto establecido conscientemente por el director y que, además, guía los trazos de toda su carrera, desde Malas tierras hasta El nuevo mundo. La dirección de Malick se decanta por recrear los inicios del siglo XX  haciendo uso de pocos elementos y por centrar casi toda su atención en la naturaleza y en la interacción de los personajes con ésta, factor permanente a lo largo de su escasa filmografía. Así encontramos numerosos planos que median entre los rigurosamente narrativos y que son de un lirismo maravilloso. Recuerdo especialmente aquel de la copa hundida en el agua, un tren cruzando un puente y unos caballos negros con el lomo cubierto de nieve.

La fotografía de Néstor Almendros bien mereció el oscar, hay planos que parecen imposibles y la mayoría de ellos están rodados en exteriores, añadiendo la dificultad de grabar con la caprichosa luz del sol. En éste sentido, resulta difícil esclarecer quién hizo qué en los aspectos de la fotografía, aunque me decanto por pensar que Almendros se limitó a tratar la iluminación y Malick decidió los encuadres y demás. El trabajo de lidiar con el sol, recrear las distintas estaciones y diseñar escenas en las que hay cambios de luz brutales sólo podía llevarlo a cabo un director de fotografía experimentado y experimentador, y Almendros consiguió una fotografía que está en el límite de lo pensable con la tecnología del momento. Como resumen de su capacidad como fotógrafo se puede ver la escena en la que Bill y Abby hablan dentro de una habitación oscura y después la muchacha sale al campo. La cámara la sigue, y a pesar de que fuera hace un día tremendamente luminoso, la imagen no sufre cambio de contraste alguno. Ésta escena bien podría actuar de sumario de la carrera de Almendros como director de fotografía ya que es de una simpleza discreta pero de una brillantez técnica apabullante.

Por otro lado, Terrence Malick encuentra en la voz narradora y en la música de Ennio Morricone el nexo de unión entre las imágenes. La narración se encarga de mostrar los estadios anímicos de los personajes al tiempo que ofrece reflexiones que acentúan el lirismo visual. La instancia narradora se hace necesaria en el momento en el que el director decide dejar de lado la explicación causal de los conflictos y decantarse por mostrar más que por narrar. La música de Morricone, a pesar de ser buena, resulta un poco decepcionante. Está caracterizada por una orquestación generosa en instrumentos para crear unas melodías que en la mayoría de los casos resultan asépticas. Parece un Ennio Morricone que se reivindica a sí mismo como artista y que se quiere separar del gamberrismo del spaghetti western, un músico enchaquetado que ha perdido su frescura pero que afortunadamente conserva su buen hacer.

Días del cielo es más redonda que Malas tierras aunque ésta ofrecía escenas memorables como la de los protagonistas bailando a la luz de los faros del coche con la música de Nina Simone. La segunda película de Malick crea una estética entre campos de trigo que introduce al espectador en una época perdida (¿existió de verdad?) en la que la naturaleza era la base de la vida y de la relación con ésta surgía todo. Más allá de su argumento, Días del cielo reivindica un modo de vida, una vuelta a los orígenes.


Maria Braun, primera aproximación a Fassbinder.

El matrimonio de Maria Braun es la primera película que veo de Rainer W. Fassbinder. Me habían dicho que sus películas resultaban áridas de ver y eso, más de una vez, me había persuadido en favor de algún otro título. Por suerte, anoche me encontraba con el estado de ánimo idóneo para afrontar una película de complicado cariz.

La historia de Maria Braun está construída en torno a la idea de mostrar metafóricamente el desarrollo económico y social de la Alemania de después de la II Guerra Mundial. Éste punto de partida y, a su vez, objetivo se dilucida gracias a las fotografías de Hitler al principio, y de los dirigentes de la Alemania del oeste al final: Adenauer, Erhart, Kiesinger y Schmidt. Es, sin duda, éste matrimonio de Maria Braun una excelente metáfora del desarrollo alemán; los personajes son, en muchas ocasiones, un modelo de los factores que intervinieron en el cambio social de la época. La madre de Maria es una mujer que se adapta rápidamente al nuevo modelo cultural, se busca un amante y olvida la muerte de su marido en el frente junto al bochornoso pasado reciente. Oswald, el amante de la protagonista en la segunda mitad de la película, es un francés que tiene un negocio textil en Alemania; un empresario al borde de la muerte que le da mayor importancia a los sentimientos que a la economía y que se enamora de la frescura de Maria. Por el otro lado encontramos a Senkenberg, socio de Oswald, que representa con su personalidad a una Alemania que se centra en los negocios para mirar adelante pero que se deja en la derrota bélica los sentimientos y las relaciones afectivas. Y Maria, en medio de todos ellos, se convierte por momentos en el espíritu de la Alemania que se desarrolla a ritmo vertiginoso, que cambia y se vuelve fría como el hielo.

Todo éste aparato metafórico que subyace bajo la historia resulta interesante, sin embargo el máximo interés lo he encontrado en el cómo, no en el qué. Es decir, el desarrollo de Alemania en esa época es un tema que interesa principalmente a los alemanes y a los historiadores. Lo que me ha mantenido pegado al asiento, rozando el éxtasis en algunas ocasiones, es el modo en que está hecha la película.

La dirección de Rainer W. Fassbinder me ha parecido muy estimulante, su trabajo junto a los directores de fotografía Michael Ballhaus y Horst Knecht se me antoja especialmente próximo. La dirección tiene mucho que ver con el diseño de los decorados, el trabajo de iluminación, el uso de unas tonalidades específicas, y, sobre todo, una planificación muy detallada del movimiento de los personajes a través del escenario. La cámara de Fassbinder se sitúa siempre en una zona discreta, en la que parece que estamos espiando a los personajes: a través de rejillas, marcos de puertas o paredes destruidas (especial mención al boquete de la casa de Maria, por el que se ve casi todo). En éste sentido, la dirección de Fassbinder recuerda a la de Murnau cuando éste último usaba trucos para atravesar las paredes. Fassbinder no necesita eso, tiene el pretexto perfecto para poder destruirlas y ver a través de ellas.

Por otro lado, el movimiento de los personajes a través del cuadro es un efecto de carácter teatral que dota de gran riqueza a las escenas y justifica los elegantes movimientos de cámara. Ésto no quiere decir que la película sea teatral, es más, con esa característica tan propia del teatro consigue realzar aún más la narrativa propiamente cinematográfica. Recuerdo especialmente esa escena en la que Maria pasa por los brazos de cada uno de los asistentes al cumpleaños de su madre, y me doy cuenta de que hasta el más insignificante detalle está justificado y tiene un sentido dentro del aparato ideológico de la historia.

Otro tanto en favor, ésta vez de los guionistas Pea Fröhlich y Peter Märthesheimer, está en el fino sentido de la ironía y del humor; los diálogos de Maria juegan en muchas ocasiones con más de una línea de interpretación. Maria es una mujer fuerte, que se adapta a las dificultades y sabe salir a flote, es un personaje caracterizado en cada detalle, en cada gesto y palabra. Hay que reconocer que Hanna Schygulla se adapta magníficamente al papel, dotándolo de gracia y sensualidad. Los demás personajes, sin llegar a la definición casi milimétrica de Maria, se detallan en sus gestos, en sus reacciones y palabras también.

En definitiva, El matrimonio de Maria Braun me ha parecido excepcionalmente inteligente en su contenido, construida con una mirada única y un planteamiento teórico muy sólido. Es un primer paso que invita con insistencia a indagar más en la filmografía de Rainer Fassbinder. Su tacto cinematográfico lo aleja de cualquier otro estilo que haya conocido, y su película, lejos de parecerme aburrida, me ha parecido realmente estimulante. En algún que otro momento me he encontrado como la protagonista del cortometraje de Konchalovsky perteneciente a la colección A cada uno su cine: al borde del colapso ante la extrema belleza de las imágenes y sus significados.