Primer amor

unamourdejeunesse La nostalgia como centro del relato, como punto en común, como herramienta para acceder a lo universal. Viendo Un amour de jeunesse me pregunto si la nostalgia debe ser por sí misma la articuladora de una historia; porque la nostalgia no es justa, suele pintar bonitos colores, bonitos colores irreales. Y además, esos colores no son como los de Ozu o Kaurismäki, sobre teteras o extintores, pintan flores. Hoy no se me ocurre algo más pedestre que pintar una flor del rojo más bonito del cine.

La nostalgia pinta bonito el lugar común, de ahí surge su vocación universal. La nostalgia tiene dos formas de afrontar las situaciones del pasado, desde una perspectiva de superioridad o desde la no superación. El plano final de la película se inscribe a la perspectiva de superioridad: el gorro del primer amor se pierde en el río por culpa de un golpe de viento. Qué forma más horrible de presentar la superación, hace echar de menos la franca frontalidad con la que James Gray devuelve a Joaquin Phoenix a casa en el final de Two Lovers.

Si uno de los impulsos que empuja la adicción al cine es el parpadeo, el impulso imposible de agarrar la imagen que se escapa físicamente, al tiempo que permanece fantasmal en la retina (a fin de cuentas un sentimiento de irreconcialiable nostalgia hacia la imagen), Un amour de jeunesse pretende ligar la emoción del primer amor a esta condición de la imagen, resolviendo algo terriblemente ordinario. “Hay muy pocos críticos literarios que no hayan escrito que una bella imagen poética debe ser eterna. Es una idiotez (…) El reflejo de belleza se fatiga: la imagen, cuando envejece, se vuelve un cliché (…) La escritura siempre envejece.” Y además, la poesía mancha la realidad y Un amour de jeunesse es la representación poética de una realidad manchada por la poesía, hay varias capas de estandarización ahí debajo para aspirar a un público universal. Como en el caso del sentimiento de nostalgia, se convierte en objetivo principal un resultado generalmente anexo del cine: tocar, afectar a todos.

Un amour de jeunesse convierte en objetivos explícitos resultados tangenciales del cine con la elegancia estéril del super8 banalizado o de su versión actual, el instagram; es unidimensional, aspira a reproducir una emoción ciega, indeseable, una emoción aletargante que nos aísla en la pasividad de representaciones mentales deformantes e irreformulables. Invierte el mecanismo que convierte en universal una imagen por necesaria: es innecesaria por (pretendidamente) universal. No es una imagen justa, ni siquiera llega a bella. Pone inconscientemente de manifiesto los riesgos de dejarse invadir por la melancolía, nos recuerda que es un retén que impide activar el movimiento, movimiento no exclusivamente físico que se puede barajar como principio básico del cine.

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Impresiones de La piel que habito

pielquehabitoEn el gesto de aquel cineasta que muestra su mano sin ocultar las carencias de su cine encontramos la humanidad tras la máquina. La memoria me trae un amasijo informe de ejemplos, y uno de los mejores está en el Sud de Chantal Akerman. Cuando la belga recorre las carreteras por la que unos hombres arrastraron a otro hasta la muerte, está buscando la huella del crimen, y en el gesto de vacío que el paisaje le devuelve se leen las limitaciones ontológicas de la imagen. El gesto humano tras el travelling. En La piel que habito se produce un gesto similar, aunque antitético en su forma. Si Chantal Akerman utiliza instrumentos básicos del lenguaje del cine, el proceso de Almodóvar para alcanzar la catarsis deviene en el gesto contrario, hacia el exceso, en la acentuación de los estilemas que caracterizan su cine hasta el punto de provocar rechazo en algunos de sus habituales admiradores.

Almodóvar se dedica a destruir el monumento que le han erigido a golpe de risa involuntaria, trayendo al borde de la representación sus carencias otras veces ocultadas pobremente. Que el gesto sea voluntario o involuntario poca trascendencia tiene más allá de alguna que otra ventaja en el plano de su estudio teórico futuro, pues permitiría observar la aparición del hombre-tigre como un cambio de dirección en la filmografía del director (¡cómo habría celebrado que la presencia del disfraz no estuviera justificada en el guion!), cosa que en lo que a mí se refiere celebraría enormemente. Si hay un brote de confianza en que el asunto no haya sido un paso en falso es porque también se observa en la película una relectura de la estética que viene injertando en sus películas desde Hable con ella. El proceso de estilización pop al que sus planos son sometidos nunca ha estado justificado salvo en La piel que habito, y su asepsia cobra sentido en el choque frontal con la truculencia de la historia, con algo parecido a lo que en Cronenberg se vino a llamar nueva carne. Y esta nueva carne es admirable en Almodóvar, pues entronca sus obsesiones tradicionales con una mirada renovada, en la que el problema de la identidad sexual se acerca más que nunca a hermosas contribuciones como la del Viva el amor de Tsai Ming-liang o Todas las canciones de amor de Christophe Honoré, en una mirada escéptica a la contemporaneidad.

Se ha venido citando mucho a Franju, pero La piel que habito establece una hermandad más profunda con Santa sangre de Jodorowsky; los protésicos brazos de Blanca Guerra son como Banderas en esta película. Ambas películas también coinciden en ofrecer una pobre recta final que se va desinflando cuando ya estaba todo dicho.


Los orígenes

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Tras ver El árbol de la vida me he paseado por la extensa y reiterada crítica que circula por internet, simplemente para confirmar que levanta en casi todos la misma confusión que en mí. Terminar la película sin saber decir si es maravillosa o no parece un buen método para dejar al espectador en suspenso, pensando en lo que acaba de ver. A mí, por lo pronto, me empuja a retomar el blog. También es bueno para calibrar la inoperancia de un elevado número de críticos (amateurs y profesionales) cuando los planteamientos cinematográficos son alterados hasta el punto (en el fondo no tanto, aunque a priori así lo pueda parecer) de rebasar sus capacidades perceptivas.

Y es que lo que se puede sacar más en claro de esta película es que Terrence Malick da un nuevo paso, aunque esperemos que no definitivo, hacia el desplazamiento de la narratividad en la película. El árbol de la vida hace suya esa idea tan posmoderna de encontrar las coordenadas de la expresión de las obras artísticas dentro de los márgenes de las propias obras y de sus objetivos. Y aquí, el detonante se intuye en la memoria del director, en la transcripción de sus propias experiencias vitales en imágenes, en un proceso de recuperar impresiones y unos resultados similares a los que usara en la literatura Marcel Proust, aunque debidamente actualizados. No parece que la conexión entre la pequeña historia de la familia y la gran historia del origen del universo, equiparadas, responda a una conexión teórica; parece más bien surgida de una conexión emocional que emana de la subjetividad del creador. Es difícil observar El árbol de la vida como un todo concluso, comprensible si tenemos en cuenta que es una historia sobre los orígenes. Lo que sí encontramos en esa secuencia de unos veinte minutos que interrumpe el retrato familiar es un nuevo modo de conectar el cine de ficción con el de no-ficción, otra vía más para investigar los límites de la verdad fílmica. En cualquier caso, hay que dejarse navegar, con el ojo desnudo, para alcanzar en ciertos momentos el éxtasis, aunque el esfuerzo deja exhausto.

La búsqueda de lo sublime que emprende Malick en cada imagen y cada escena marca definitivamente tanto los mejores aspectos como los peores. La belleza y la lírica son más evidentes que en todas sus películas anteriores, tan evidentes, tan amplificadas, tan machaconas, que Malick roza con la yema de los dedos la autoparodia. Quizás intervenga en esa impresión final el que el director use de forma excesiva un instrumento tan rudimentario como el gran angular, y que la música parezca tomar tan en serio las capacidades extasiantes de la imagen. Por otro lado, la naturaleza nunca muestra su reverso, quizás Malick debiera haber bebido algo de la representación de ésta que Lars Von Trier hizo en su despreciada Anticristo. La voz en off de todos los personajes despista con el tema de la focalización, centrada magistralmente en la mirada de los niños, en la reminiscencia de ese Sean Penn que no sabemos por qué está atormentado, y por lo general sirve para dar entrada a unas reflexiones vitales de considerable simpleza.

El que anotara por primera vez el término haiku visual (asumido por tótems como Jonas Mekas o Abbas Kiarostami) para una película ahorró el tiempo de muchos críticos, pero lo cierto es que El árbol de la vida representa muy bien lo que esa denominación puede significar: la película versa sobre la naturaleza y está estructurada en torno a la sensación y no a la progresión, podríamos decir que es más intensiva que extensiva. En este sentido juega un papel fundamental, como es de esperar, el montaje. Malick maneja maravillosamente las expectativas del espectador, amparándose bajo la memoria parcial de un Sean Penn que encontrará la redención en un no-lugar que no sabría decir si es genial o manido porque prácticamente remite al ideario cinematográfico común desde que Truffaut lo usara para concluir su ópera prima. También es interesante observar, en esto del montaje, cómo las imágenes, casi siempre cámara en mano, se suceden a un ritmo vertiginoso, demasiado rápido como para que el espectador tenga tiempo de admirarlas.

Hay momentos en El árbol de la vida que nacen de la memoria del autor para conectar con la memoria colectiva, con el ideario común, con el recuerdo de la infancia de casi cualquier espectador. Los vínculos familiares vistos desde la perspectiva del hijo tienen que ser, por fuerza, fragmentarios; los problemas adultos sólo se dejan entrever desde el quicio de una puerta entornada en la que lo que llama la atención del niño es el momento de debilidad de un padre en otras ocasiones demasiado duro. Brad Pitt (que parece necesitar una prótesis en la mandíbula para ser tomado en serio ahora que se hace viejo) levanta alrededor de sí un pequeño aura que el protagonista intentará derribar tímidamente conforme crece, empujado por cierto complejo de Edipo apenas disimulado que nos deja entrever una vez más la endeblez de los mimbres que componen el sentido argumental del fondo.


Apuntes sobre David Simon

thewire treme Despreciar el concepto de espectador medio es el particular all in de David Simon, la única premisa que afirma seguir a rajatabla al abordar sus proyectos. El creador de The Wire, Generation Kill y Treme está pidiendo a gritos un estudio sociológico sobre su éxito. ¿Qué fue lo que mantuvo en antena The Wire durante cinco temporadas si la audiencia era más bien discreta? El éxito de crítica y el consecuente prestigio que generaba para la HBO puede ser uno de los motivos, pero series como Carnivale, Rome o Deadwood, con buenas críticas también, terminaron estampándose contra los valles de sus gráficos de audiencia. David Simon supo fabricarse durante estas cinco temporadas un sello de tinta indeleble que da valor a cualquier proyecto en el que se encuentre. ¿Quién querría ver una serie con una verdad tan incómoda como la de Treme cuatro años después del Katrina si no viniera tan bien avalada?

Y es en la formación periodística de David Simon donde rastreamos el origen de muchos de los trazos que constituyen tanto The Wire como Treme. La distancia que adquiere la cámara respecto de sus personajes permite un retrato más justo, mejor matizado, que esquiva (al menos durante las primeras temporadas en The Wire) cualquier maniqueísmo o sentimentalismo. El sello del creador se aprecia en el modo de implementar, adaptando a la ficción televisiva, el formato de crónica periodística. Como Truman Capote al adoptar las normas periodísticas en su obra literaria A sangre fría, Simon integra en sus series el lenguaje de la profesión para ofrecer un cuadro completo de la sociedad que describe, con la ciudad deprimida como eje vertebrador. Aún no sabemos cómo avanzará Treme después de una primera temporada en la que los que han generado el problema de Nueva Orleans permanecen en el anonimato, pero en The Wire se van diseccionando los distintos organismos del cosmos que supone Baltimore a lo ancho de sus cinco temporadas. Se dibujan con justicia muchos de los frentes que constituyen la sociedad: los barrios deprimidos en la primera temporada, la clase media alrededor de los muelles (que trae al presente La ley del silencio) en la segunda, la infancia y la educación en la tercera, a la política se asciende a través de sus extremidades en los altos mandos de la policía durante la cuarta temporada y el periodismo “adapta” la realidad en busca del éxito en la última.

The Wire y Treme son, en realidad, muy distintas, aunque comparten la sustancia pues nacen de la inquietud social de su creador. La primera es una reformulación del género policíaco a través de cierta mirada periodística que configura un relato de personajes verosímiles por su profundidad psicológica inmersos en un sistema corrompido que se describe con puntería aguda. En la primera temporada de Treme no encontramos la dualidad opresores-oprimidos, sólo se le pone rostro reconocible al desfavorecido (los culpables sólo se intuyen en el centro del laberinto que Ladonna Batiste y Toni Bernette recorren en busca del hermano perdido, tras la densa niebla); son los que intentan levantar la ciudad a través de la música, la cocina o la permanente lucha con los medios de comunicación. En cierto sentido, David Simon, lanzando un proyecto como Treme, está vengando a los Creighton Bernette (John Goodman) de Nueva Orleans, haciendo que esas voces silenciadas alcancen cierto eco.

¿Y cómo se articulan unas series que aspiran a ser, más que cualquier otra cosa, un retrato certero de nuestra época? Las historias de los distintos personajes no se planifican en torno al capítulo, si no en una progresión que dura toda la temporada. Esto permite un desarrollo de las tramas y las personalidades muy difícil de alcanzar de otro modo, y también supone un nuevo problema: ¿cómo evitar que el ritmo languidezca? David Simon selecciona un marco muy amplio de personajes y va desgranando sus historias en fragmentos intercalados de unos y otros; en The Wire normalmente están relacionados por algún hilo conductor, en Treme sólo se conectan en momentos concretos y por pura casualidad. Una de las señas de identidad que recorre ambas series es la pausada cadencia con la que se explican las historias, dejando que se desgranen solas, dando tiempo a los personajes para que las identidades expliquen por sí mismas su complejidad, a través de sus decisiones o de alguna línea de diálogo malintencionada. Con una organización algo caótica de las historias se da ese personalísimo ritmo a la trama y se esquiva uno de los grandes handicaps que tienen las series de televisión: el sometimiento a la publicidad. El programador televisivo puede pegar el corte en cualquier transición entre una historia y otra, y así su creador se ahorra la obligación de estructurar cada capítulo en torno a los espacios publicitarios, pues no hay que olvidar que aunque la HBO no contenga publicidad, sus series tienen una proyección internacional tan importante como el mercado norteamericano. Este es un inteligente mecanismo que David Simon utiliza para sortear el fuerte sometimiento que sufre el creador televisivo a las exigencias del medio.

En ocasiones, tanto en Treme como en The Wire, se improvisa al final del capítulo una conclusión en la que se retrata a los personajes en los últimos compases del día bajo alguna canción significativa. Es una solución elegante que sustituye el gancho final que impulsa al espectador hacia el siguiente capítulo y que evidencia como ningún otro momento el protagonismo primario y esencial de la ciudad. Baltimore y Nueva Orleans como entes orgánicos con pulsaciones y ritmo cardíaco, escenarios locales y tangibles que exportan al mundo algunas verdades comunes sobre el estado de nuestro sistema y la condición del ser humano de hoy.


Copia certificada

copia certificada
Copia certificada trae alicientes de sobra más allá de su cacareado director; primero, Juliette Binoche la protagoniza, podría ver con agrado una película de 120 minutos en plano fijo sobre su figura inmóvil en una silla; segundo, no ha habido reseña o referencia a la película que no mencionara su simetría con Te querré siempre, el monumento de Roberto Rossellini.

Copia certificada son dos películas en una, la ruptura discursiva que se produce hacia la mitad del metraje y que abre una nueva vía argumental impide cualquier interpretación redonda de la película, Abbas Kiarostami esquiva al crítico, y a éste solo le queda la posibilidad de desnudar de toda apariencia objetivista su texto interpretativo. El giro argumental desconcierta, pero únicamente a nivel de valoración global de la película, en el contraste entre las dos partes, en el nuevo modelo de relación que inusitadamente establecen los dos personajes. La primera parte de Copia certificada, que adquiere la apariencia de paseo de mañana de domingo, comprende el viaje de los protagonistas desde Roma a un pueblo de la Toscana y los primeros compases de la estancia en el pueblo; la conversación está salpicada de referencias aquí y allá, de apuntes de ideas y argumentos con enjundia.

Kiarostami crea en el guión de esta primera parte el debate de unos conceptos desde el constante enfrentamiento de las posturas de sus interlocutores, llevando a la pantalla algunas de sus preocupaciones filosóficas y al mismo tiempo penetrando de manera notable en las interioridades de sus protagonistas, matizando las personalidades y dándoles profundidad. El tema central de la discusión se entabla alrededor de la validez artística de la copia de la obra de arte, tema interesante pero no especialmente novedoso en los círculos filosóficos de la segunda mitad del siglo XX. Quizás por eso (y, evidentemente también, porque está en Italia), centra el argumento en las obras italianas del Renacimiento y no en el arte moderno y post-moderno, que sí resuelve este problema sin traumas. Otros temas que hablan en el paseo matutino son la relación entre la vida y el arte, la conveniencia de asumir la vida de una manera simplificada, el anglocentrismo, los roles que desempeñan los géneros en la sociedad, el amor y el compromiso frente al individualismo o el valor de la subjetividad en la interpretación de la obra de arte. Algunas veces el diálogo entre los personajes es realmente interesante, otras veces uno se pregunta cómo Kiarostami puede caer en tópicos tan vacíos. En cualquier caso, Copia certificada se mantiene gracias a los diálogos, al trabajo de los actores y la dirección, que con contundente sobriedad (no exenta de marcas de estilo) se guarda un papel secundario y deja recaer el peso sobre los hombros de dos actores tan capacitados como Juliette Binoche y el debutante barítono (motivo de más para verla en versión original) William Shimell, que consigue aguantarle el pulso, aunque caiga vencido.

En la segunda parte de la película, a partir de una conversación fortuita en un bar del pueblo los roles empiezan a trastocarse, y lo que en principio era una amistad entablada durante la misma mañana, empieza a convertirse en un matrimonio de 15 años con sus frustraciones, anhelos, discusiones, silencios fríos y hastíos. Uno tiende a pensar que representan un teatrillo, pero la historia se va poniendo seria conforma avanza el juego y al final no sabemos si los personajes eran como empezaron o como han terminado. En esta segunda mitad de la película se concentra el homenaje a Te querré siempre, aunque haya cambios sensibles a varios niveles. Lo que más me gusta de la de Rossellini es que la película se explica en todo su esplendor a nivel simbólico, en las ruinas de Pompeya, en los silencios, en los museos italianos que Ingrid Bergman visita, en las miradas y las esperas de los personajes. Abbas Kiarostami revierte la tendencia de Rossellini y hace una película completamente dialogada, pero no por ello evidente o anti-cinematográfica, aquí también existe el simbolismo, aunque ocupe un lugar menos privilegiado en el sentido general de la obra. Son muchos los puntos de unión que se pueden discernir entre ambas películas, pero en el análisis de Copia certificada hay que incluir la representación del pueblo donde se desarrolla la historia casi como un personaje más, y en ese sentido convendría mencionar la diferencia entre la relación que establecen Rossellini y Kiarostami con el paisaje. En las pocas escenas en las que el italiano mostraba el pueblo, se hacía con realismo desnudo, mientras que el iraní adorna el suyo con la gracia que encuentra el extranjero. Uno observa Italia desde dentro y el otro desde fuera; aunque claro, el contexto histórico dicta prioridades distintas a los cineastas, recordemos que el compromiso con la realidad social es, tradicionalmente, el principal adalid de Kiarostami.

En mi opinión, la dirección que toma Abbas Kiarostami con Copia certificada es estimulante para un director como él habituado a proyectos donde la simpleza narrativa y argumental es el mejor medio de representar la mustia realidad de su país. En la crítica de Miradas de cine leía que el plano secuencia del coche era el peor que había rodado Kiarostami en su extensa filmografía, discrepo. Es admirable que el director sea capaz de adecuar la dirección a la historia que tiene entre manos, que no se atrinchere en un modo único de hacer las cosas y sepa ver que aquí era más necesario un plano medio de los actores que un plano general del coche o un plano-contraplano desde el asiento de atrás. Además, esta escena presenta muy bien el símbolo más recurrente de la película, el cristal difumina los rostros de los personajes al reflejar los edificios de las calles por las que el coche pasa. Cristales aparecen en una gran cantidad de ocasiones, para separar a los protagonistas entre ellos o de los demás (el matrimonio recién casado en el restaurante) o para dar el propio reflejo, como en el enigmático plano final. Es cierto, por otra parte, que a veces el plano simbólico de la película se nutre de simbolismos algo zafios, como en la aparición de los tres matrimonios en tres estadios distintos o el coche empujado en segundo plano mientras los personajes discuten sobre lo que implica la paternidad. En el diseño de la dirección técnica también hay pistas sobre el sentido que Kiarostami pretende para Copia certificada, en los planos-contraplano al estilo Yasujiro Ozu por ejemplo; la película se beneficia mucho del savoir-faire del iraní, se prioriza el trabajo de los actores y se desestima cualquier pirotecnia.

Copia certificada no es una buena copia, es un buen homenaje, por supuesto que no es mejor que Te querré siempre, flaquea en algunos aspectos, pero es una buena película sin nos dejamos de asociaciones injustas. Quizás el hermetismo de su propuesta consiga esconder algún que otro defecto semioculto, pero el conjunto es digno de visión y, quizás, revisión, está repleto de aristas y tiene a la mejor actriz, ella es capaz de cambiar de registro sin transiciones, pura expresividad.


De escritores demasiado curiosos

Elescritor
No he visto la inmensa mayoría de películas que se presentaron en la Berlinale, pero estoy seguro de que pocos directores hicieron más mérito para llevarse el Oso de Plata que Roman Polanski con El escritor. El polaco, como el personaje protagonista de la película, asume un texto mediocre con la tarea de convertirlo en algo relevante, y cumple.

Polanski asume la contradictoria misión de ser interesante al tiempo que habla de política, aunque la telaraña que despliega el director alrededor de sus personajes excluya cualquier tipo de interpretación política comprometida, algo que, intuyo, sí debió ser motivo central del libro que adapta. En El escritor lo sobresaliente sucede durante la primera hora de rodaje, cuando el personaje de Ewan McGregor observa la entropía que le rodea en un entorno que le supera. Los personajes sobrepasados por las circunstancias aparecen como una constante en la filmografía del director (¿sería muy descarado citar a Kafka una vez más?), en películas como Chinatown, El quimérico inquilino o La semilla del diablo, por ejemplo. En El escritor hay un importante desarrollo del tratamiento visual y la puesta en escena y un trabajo con la dirección que va encaminando con oficio e inteligencia al protagonista hacia la resolución del misterio. Como ocurría en la ya citada El quimérico inquilino, en El escritor lo relevante a nivel estético sucede durante la presentación y consolidación de la atmósfera en la que entra Ewan McGregor; cuando la película deriva definitivamente hacia la solución del misterio, la dirección de Polanski no deja de mostrar oficio, pero la intensidad dramática parece fagocitar cualquier posibilidad de brillantez en la dirección y las debilidades del guión afloran con claridad.

Ver la primera hora de El escritor ha sido como reencontrarse con un viejo amigo, hacía tiempo que no veía ninguna película de Polanski y su modo de sumir la historia en la extrañeza a través de la dirección es una huella que he celebrado en cuanto la he reconocido. Polanski está en esa reunión esperpéntica con los editores del libro, Polanski está en ese jardinero que recoge las hojas del patio con obstinada insistencia, Polanski está en las primeras escenas de ese veterano de guerra que aborda al escritor, Polanski está en los diálogos y las reacciones, en esas situaciones tan cómicas como grotescas. Con el tiempo, inconscientemente, he ido haciendo un hueco para Polanski en mi conciencia, perdonando sus carencias como se perdonan las de los amigos; obviando cómo, a veces, desaprovechaba las grandes posibilidades de la atmósfera malsana que acostumbra a crear. En El escritor, lo que empieza con mucho empuje se va diluyendo en la mediocridad de un guión intenso pero insuficiente hacia los tres últimos cuartos de hora. Cuando se empiezan a suceder con rapidez las situaciones y los giros dramáticos, la película baja del escalón del gran cine y se sitúa a la altura de la gran mayoría de thrillers, con su dosis de elegancia y su dosis de misterio.

El tratamiento formal de la película es bastante importante, el grado de detalle del diálogo y las actuaciones, y el segundo nivel de lectura que podemos encontrar en muchos momentos de la primera parte prometen algo grande, una pena que se desinfle al final. El tratamiento visual, con una fotografía limpia y a veces alegórica, y un uso insistente de tonalidades frías dan cohesión y elegancia a la película. Pero no sólo eso, las tensiones entre los elementos del plano y el modo en que los presenta Polanski hacen aflorar imágenes que insinúan interesantes ideas; planos como los de Adam Lang apoyado en posición dominante sobre un cristal casi invisible, los papeles volando en la inspirada imagen final o las posesiones del escritor muerto atormentando al escritor vivo (fuertes reminiscencias de El quimérico inquilino, aunque ésta sea en una película mucho más convencional) son buena muestra de una puesta en escena que alterna con éxito la funcionalidad y la significación. Las tonalidades frías y la fotografía de Pawel Edelman son agentes protagonistas en la creación de la atmósfera y desencadenan un deleite visual considerable.

El uso facilón del teléfono móvil o el recurso que se saca de la manga el guionista (o que quizás Polanski no sabe encajar bien) con el veterano de guerra al final son dos de los aspectos más endebles del desarrollo del argumento, que generalmente está bien engarzado aunque sea de lo más benevolente con los políticos. Por otra parte, me ha sorprendido gratamente la interpretación de Pierce Brosnan, de lejos la mejor de la película. Muy divertido el diálogo en el que su personaje pregunta con incredulidad si no puede salir de Estados Unidos. Ewan McGregor hace lo que puede, a veces hasta parece un auténtico inglés, pero su personaje no está terminado de redondear, le sobran más flecos que a una Harley Davidson.

El escritor es un buen thriller donde se pueden encontrar algunas de las obsesiones de Polanski, aunque de manera mucho más tímida que en sus grandes películas. Voy dejando por aquí la crítica que me están entrando unas ganas irrefrenables de ir a comprarme un BMW X5 y no sé porqué.


Los laberintos de la locura

Shutter Island
Se hace difícil hablar de Shutter Island, ya no sólo porque casi cualquier análisis destaparía partes importantes del argumento si no también porque ésta nueva película de Scorsese es una pirueta que deja desarmado al más pintado. Sin embargo intentaré escribir algo, por no perder las costumbres.

Shutter Island es la típica película tramposa, que se cimenta sobre una farsa para sorprender al espectador inocente. El único problema es que no es ni tramposa, ni se cimenta sobre una farsa; está construida al milímetro, desde el final hacia el principio, cuidando cada gesto, cada palabra, para dosificar las informaciones que se unirán para dar un potente derechazo al final. Hay quien afirma que Shutter Island es a Scorsese lo que El resplandor a Kubrick; dudo mucho que esa fuera la intención del italoamericano, pero sí que es cierto que ambas suponen un acercamiento realmente certero a los senderos de la locura. No sé si me tendré que arrepentir, pero ahora mismo creo que Shutter Island no tiene nada que desmerecer a la película de Kubrick.

La dirección de Scorsese es excepcional cuando recrea los flashback del protagonista en la II Guerra Mundial y la escena en su casa del lago; tiene algún que otro toque un poco efectista, muy propio de las últimas películas del director, pero el estilo entre gótico y victoriano que recuerda a películas como Suspense se presta muy bien a ello. La banda sonora es otro elemento que refuerza el estilo de cuento gótico de la película: es insistente y está a alto volumen en alguna escena que otra escena.

En el apartado de las actuaciones, tenemos un número considerable de actores de primera línea: Leonardo Di Caprio, Mark Ruffalo, Ben Kingsley y Max Von Sydow entre otros. Hay que reconocer que Di Caprio está convirtiéndose en un gran actor al tiempo que se hace feo y mayor, pero es innegable que Ben Kingsley está en su salsa y le roba casi cada plano a la estrella. En éste cuento de terror clásico, Kingsley es el que mejor encaja. En el fondo, Shutter Island no es más que otra reformulación de un género: Scorsese recoge las constantes del terror clásico y las retuerce hasta crear una escultura de lo más siniestra.

Laeta Kalogridis adapta el libro homónimo de Dennis Lehane con gran precisión, y, si bien es cierto que al principio le cuesta arrancar un poco, la intensidad que mantiene Shutter Island durante algunas escenas es realmente excepcional. De hecho, en el cine teníamos a cuatro charlatanes detrás que quedaron mudos en la escena del faro, la mejor de la película. Es de alabar que Scorsese sólo con tres actores, un escenario y mucho diálogo resuelva 20 minutos del metraje, y que, además, éstos sean los más intensos. El flashback final está dentro de esa escena del faro, y juraría que es un homenaje velado a La edad de oro de Buñuel y Dalí, realmente tremendo. Es en las escenas que recrean los recuerdos o sueños de Teddy donde Scorsese se muestra más estilizado y certero: el recuerdo de la matanza de los oficiales nazis está resuelta con un travelling que sólo un genio inspirado puede hacer.

Shutter Island es algo que realmente no me esperaba. Cuando se estrena una película de Scorsese, es ya un ritual ir a verla al cine, pero la verdad es que éste señor no hacía nada tan bueno desde que yo llevaba pañales; se ve a un director muy inspirado, que sabe lo que hace y porqué lo hace, que cuida cada detalle, cada gesto de sus actores y cada objeto del decorado como si fuera lo único que importa.